Mi madre, que nació en el año
1896, tenía la costumbre, al igual que su madre, mi abuela Teresa, de contarnos
cuentos hasta que aprendíamos nosotras a leerlos por nosotras mismas. Además de
los cuentos clásicos de la época, nos contaban también cosas y sucedidos en sus
vidas. Eran muchas las veces que repetían la misma historia, cosa muy común en
los ancianos, ya que una vida y unos hechos han acontecido solamente una vez,
pues aunque el hecho se vuelva a vivir, nunca será igual, pues cambia la edad,
o sea, las circunstancias en que se vuelve a vivir. Intentaré recordar las vivencias
contadas por la abuela Teresa
Recuerdo que
nos contaba que se quedó huérfana muy pronto; era hija única y nació en
Salamanca, se crió con un tío que estaba casado y, por lo tanto, se educó con
una madrastra. El tío era notario, así que vivió en un ambiente de clase media alta
–esta frase les hará mucha gracia a mis nietos que viven ya en el siglo XXI–,
pero en aquella época este era el término lingüístico que definía la cosa. La educaron
como una señorita de aquella época, que no salía sola a la calle pues la “carabina”
era indispensable. En un baile conoció al que luego sería su marido, era
militar y había hecho la carrera en la Academia Militar de Toledo. Se casaron y
vivieron con el sueldo del abuelo, que no era demasiado, pues pronto llegaron
los hijos, que no fueron pocos, pero gracias a que la abuela tenía algún
dinerillo pudieron mantener el estatus social, como se dice ahora. Mi abuelo se
llamaba Dionisio García.
Por supuesto,
en aquella casa no faltaba nunca la muchacha de servicio y la niñera para los más
pequeños, amén del asistente, pues el abuelo era capitán y el asistente era un soldado
que hacía la mili de aquella original manera, vista con la mentalidad de estos
tiempo. El asistente acompañaba a la criada a la compra, pues la señora, que
era mi abuela, no pisó en su vida un mercado. Las “señoras bien” no hacían esos
menesteres, se pensaba en aquella época, y eso que murió a los 99 años. Eso sí,
tuvo dos hijas que quedaron solteras y que la cuidaron, en otros tiempos bien distintos.
Como los
suelos de la casa eran de madera encerada, era el asistente el que sacaba el
brillo a los suelos y se lo pasaba en grande con las criadas, y llevando y
trayendo a las señoritas al colegio. Había, por supuesto, soldados que se
peleaban por el puesto cuando el asistente terminaba su mili, ya que nunca
faltaba quien prefiriera esto al cuartel.
Al abuelo le
tocó ir a África cuando el desastre de Annual; recuerdo de aquello era una bandeja con un juego de café de tipo
moruno que había en casa. También tengo oído algo de Cuba, pero no hay ninguna
cosa que garantice la presencia del abuelo allá.
Como a los
militares los cambiaban muy frecuentemente de destino, mi abuela tenía hijos de
muchos lugares de España y al final los muebles acababan destrozados. Creo
recordar que eran siete los hijos que tuvieron, pero fueron varios los que
murieron de viruela siendo bebés, cosa que entonces debía de ser frecuente. Tía
Selo, a pesar de haberla contraído, se salvó de la muerte pero quedó con la
cara totalmente picada de viruela. En una revisión médica de mi madre, Elisa,
hija de la abuela Teresa, el doctor le miró un brazo, luego el otro, buscando
la marca de la vacuna de la viruela, que es una marca que llevamos todas las de
generaciones anteriores. Actualmente, sobre
todo a las niñas, les ponen la vacuna que a nosotras nos ponían en el muslo en
la planta del pie, ya que en estos tiempos modernísimos es moda enseñar el
muslo y una cicatriz redonda no es muy bonita. ¿Pero bueno, es que sus padres no
la vacunaron de la viruela?, le preguntó el médico tratándola poco menos que de
salvaje y de borrica. Cuando le contó que sus padres habían enterrado a varios
bebés como consecuencia de la vacuna, parece ser que lo comprendió.
La abuela
Teresa a sus 81 años vino a Tafalla a pasar un verano, pues ella vivía en
Madrid con sus hijas Selo y Concha, solteras las dos. Aquí le pilló la maldita
guerra del 36 y le vino bien a mi madre para acompañarla, y de paso a nosotros,
los nietos, en las amargas horas que nos tocó pasar en el año 1936.
Iba todos los
días a misa a la iglesia de Escolapios, que estaba muy cerca de casa, y la teníamos
que acompañar, cosa que hacíamos mi hermana Pili y yo. Y no lo hacíamos de muy
buena gana, puesto que hay que tener en cuenta que teníamos 10 y 8 años
respectivamente.
Ella, a pesar
de lo que le hicieron a su hija –cortarle el pelo al cero, en represalia porque
mi padre era republicano y hombre de bien–, logró salvarse de las garras de los
matones que se cargaron a sus amigos y compañeros de cárcel, por republicanos,
socialistas o simplemente por no pensar como los que mandaban a las órdenes del
“revolucionario” Francisco Franco.
Mi abuela
siguió yendo a misa, diciéndole a mi madre que Dios no tenía nada que ver con
aquello. Pero mi madre después de ver el comportamiento de la Iglesia que se
unió incondicionalmente al sublevado, y lo paseaban bajo palio, dejó de ir a la
iglesia.
Por un poco la abuela Teresa no
llegó a los 100 años, pues murió a los 99 y su hija Elisa, o sea mi madre, a
pesar de no estar vacunada y de los sufrimientos de la guerra, murió con 97, y hasta
el final de sus días como una rosa.
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