El baúl de la abuela
En casa de
la abuela Teresa había una alcoba, cosa que en las casas de principios del
siglo XX debía de ser muy normal. La estancia era oscura y tenía una cama de
hierro negro con varios colchones que casi llegaban al techo, varios baúles y
alguna que otra silla más o menos vieja. De vez en cuando, recuerdo a mi abuela
abrir uno de aquellos baúles que a mí me daban cierto respeto, pues con mis
pocos años lo menos me parecía que allí se guardaban grandes secretos, no me
podía imaginar las historias que allí se almacenaban.
Se acercaba
el carnaval y de aquellos baúles empezaron a salir verdaderos tesoros Yo quería
ser princesa y de allí salió mi vestido rosa con brillantes estrellas salpicando
el organdí de la falda, para la cabeza un cucurucho de cuya punta pendía una
preciosa cinta y una barita mágica para completar el vestuario. Yo alucinaba.
Mi hermano quería ser Guillermo Tell y como por arte de magia la abuela sacó de
aquel baúl sin fondo el traje completo: la preciosa capa, el gorro con su pluma
y, cómo no, el arco para lanzar la flecha; solo faltaba la manzana, que como es
lógico, según dijo la abuela, se había podrido con el tiempo ¿Cuánto? Y allí empezó lo mejor.
– Mirad, este vestido de princesa lo
hice para vuestra tía Concha cuando tenía más o menos tu edad. Estaba preciosa
y como aquel año hacia mucho frío le hice una capa de piel de conejo que quizás
encontremos por algún otro baúl.
– Abuela, ¿quién era esa tía Concha
que dices? ¿No será la tía que está en silla de ruedas y que tiene el pelo
blanco? Pues sí cariño.
Aquello me
impactó de tal manera que no podía dormir pensando que un día aquella
princesita que hoy era yo pudiera llegar a ser como aquella tía Concha que
conocía arrugadita como una pasita y con cara de pocos amigos.
Del
Guillermo Tell de mi hermano también nos fue contando cómo se lo hizo para el
tío Eduardo, que estaba guapísimo, y que como era un trasto, la capa acabó con
un siete en el trasero, que se veía zurcido, y toda sucia del chocolate que les
había hecho para merendar aquel día.
Sacó un disfraz
precioso de chino, con fondo rojo y en
negro dibujos chinos perfectos. Era pantalón ancho y una especie de kimono, un
precioso cinturón y un sombrero a juego con el atuendo que lo debía de completar
un sable espada o algo parecido que no logramos encontrar. Fue hecho para el
anciano tío Jaime, aunque nos parecía imposible que cupiera allí con su barriga
y sus 60 años encima y que con sus chistes siempre nos hacía reír a carcajadas.
La abuela
siguió contándonos historias y con cada una disfrutaba recordando en realidad
su vida entera. Los del fondo del baúl eran los más pequeños, había de payasotes,
de conejito de pollitos, de enfermeros de cíngaras, etc.
Únicamente
al sacar un precioso vestido de comunión se le nubló el semblante y sus ojos se
llenaron de lágrimas que intentó disimular. Este, nos dijo, fue el traje de
comunión de vuestra tía Carmen, que no habéis podido conocer pues murió poco después de su primera
comunión víctima de unas fiebres tifoideas. Ahora esa enfermedad se cura pues
existen muchos fármacos, como la penicilina, estreptomicina y finalmente la
cortisona.
El disfraz de payasete era el que más éxito tenía
tanto entre las chicas como entre los chicos. Todos los años, mientras fueran
del tamaño del disfraz, el carnaval volvía a tener un payasote en la familia,
igualmente ocurría con el conejito.
Los que menos se usaron fueron los de pollitos
que se prepararon para unos preciosos gemelos que tuvo mi hija Rosa. Con año y
medio era gracioso verlos uno en cada extremo del coche.
Yo creo que
por hoy ya os he contado bastantes historias, así que poneos los pijamas y los
camisones, lavaos bien los dientes y a dormir.
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