jueves, 3 de abril de 2014

Recuerdos



Mi madre, que nació en el año 1896, tenía la costumbre, al igual que su madre, mi abuela Teresa, de contarnos cuentos hasta que aprendíamos nosotras a leerlos por nosotras mismas. Además de los cuentos clásicos de la época, nos contaban también cosas y sucedidos en sus vidas. Eran muchas las veces que repetían la misma historia, cosa muy común en los ancianos, ya que una vida y unos hechos han acontecido solamente una vez, pues aunque el hecho se vuelva a vivir, nunca será igual, pues cambia la edad, o sea, las circunstancias en que se vuelve a vivir. Intentaré recordar las vivencias contadas por la abuela Teresa
Recuerdo que nos contaba que se quedó huérfana muy pronto; era hija única y nació en Salamanca, se crió con un tío que estaba casado y, por lo tanto, se educó con una madrastra. El tío era notario, así que vivió en un ambiente de clase media alta –esta frase les hará mucha gracia a mis nietos que viven ya en el siglo XXI–, pero en aquella época este era el término lingüístico que definía la cosa. La educaron como una señorita de aquella época, que no salía sola a la calle pues la “carabina” era indispensable. En un baile conoció al que luego sería su marido, era militar y había hecho la carrera en la Academia Militar de Toledo. Se casaron y vivieron con el sueldo del abuelo, que no era demasiado, pues pronto llegaron los hijos, que no fueron pocos, pero gracias a que la abuela tenía algún dinerillo pudieron mantener el estatus social, como se dice ahora. Mi abuelo se llamaba Dionisio García.
Por supuesto, en aquella casa no faltaba nunca la muchacha de servicio y la niñera para los más pequeños, amén del asistente, pues el abuelo era capitán y el asistente era un soldado que hacía la mili de aquella original manera, vista con la mentalidad de estos tiempo. El asistente acompañaba a la criada a la compra, pues la señora, que era mi abuela, no pisó en su vida un mercado. Las “señoras bien” no hacían esos menesteres, se pensaba en aquella época, y eso que murió a los 99 años. Eso sí, tuvo dos hijas que quedaron solteras y que la cuidaron, en otros tiempos bien distintos.
Como los suelos de la casa eran de madera encerada, era el asistente el que sacaba el brillo a los suelos y se lo pasaba en grande con las criadas, y llevando y trayendo a las señoritas al colegio. Había, por supuesto, soldados que se peleaban por el puesto cuando el asistente terminaba su mili, ya que nunca faltaba quien prefiriera esto al cuartel.
Al abuelo le tocó ir a África cuando el desastre de Annual; recuerdo de aquello era  una bandeja con un juego de café de tipo moruno que había en casa. También tengo oído algo de Cuba, pero no hay ninguna cosa que garantice la presencia del abuelo allá.
Como a los militares los cambiaban muy frecuentemente de destino, mi abuela tenía hijos de muchos lugares de España y al final los muebles acababan destrozados. Creo recordar que eran siete los hijos que tuvieron, pero fueron varios los que murieron de viruela siendo bebés, cosa que entonces debía de ser frecuente. Tía Selo, a pesar de haberla contraído, se salvó de la muerte pero quedó con la cara totalmente picada de viruela. En una revisión médica de mi madre, Elisa, hija de la abuela Teresa, el doctor le miró un brazo, luego el otro, buscando la marca de la vacuna de la viruela, que es una marca que llevamos todas las de generaciones anteriores.  Actualmente, sobre todo a las niñas, les ponen la vacuna que a nosotras nos ponían en el muslo en la planta del pie, ya que en estos tiempos modernísimos es moda enseñar el muslo y una cicatriz redonda no es muy bonita. ¿Pero bueno, es que sus padres no la vacunaron de la viruela?, le preguntó el médico tratándola poco menos que de salvaje y de borrica. Cuando le contó que sus padres habían enterrado a varios bebés como consecuencia de la vacuna, parece ser que lo comprendió.
La abuela Teresa a sus 81 años vino a Tafalla a pasar un verano, pues ella vivía en Madrid con sus hijas Selo y Concha, solteras las dos. Aquí le pilló la maldita guerra del 36 y le vino bien a mi madre para acompañarla, y de paso a nosotros, los nietos, en las amargas horas que nos tocó pasar en  el año 1936.
Iba todos los días a misa a la iglesia de Escolapios, que estaba muy cerca de casa, y la teníamos que acompañar, cosa que hacíamos mi hermana Pili y yo. Y no lo hacíamos de muy buena gana, puesto que hay que tener en cuenta que teníamos 10 y 8 años respectivamente.
Ella, a pesar de lo que le hicieron a su hija –cortarle el pelo al cero, en represalia porque mi padre era republicano y hombre de bien–, logró salvarse de las garras de los matones que se cargaron a sus amigos y compañeros de cárcel, por republicanos, socialistas o simplemente por no pensar como los que mandaban a las órdenes del “revolucionario” Francisco Franco.
Mi abuela siguió yendo a misa, diciéndole a mi madre que Dios no tenía nada que ver con aquello. Pero mi madre después de ver el comportamiento de la Iglesia que se unió incondicionalmente al sublevado, y lo paseaban bajo palio, dejó de ir a la iglesia.
Por un poco la abuela Teresa no llegó a los 100 años, pues murió a los 99 y su hija Elisa, o sea mi madre, a pesar de no estar vacunada y de los sufrimientos de la guerra, murió con 97, y hasta el final de sus días como una rosa.

No hay comentarios: