miércoles, 23 de abril de 2014

Al habla con mi nieta



Al habla con mi nieta
Es muy emocionante, cuando no está muy lejano el día en que amaneciste viuda. Terrible palabra cuando el destino te llega de repente a causa de un infarto, pero la vida sigue y recibes la primera nieta,  un ser que en su sangre lleva algo de aquel que fue en tu vida todo. Es maravilloso ver crecer a los que más tarde vienen llegando, es lo más bonito que le puede pasar a una abuela, y ahora ya bisabuela.
Enseñarles sus primeros anjos, sus primeras experiencias, sus primeros chichones…  pues caminar por este mundo no es nada fácil. Poco a poco, como es natural, llegan a esa edad que para mí tiene su encanto. ¿Y esto qué es? ¿Por qué? Ahí es nada, con toda su ingenuidad te está pidiendo que le enseñes a vivir. ¿Y tú, cuando eras pequeña, no tenías tele y móvil y ordenador y… y… y… y...?
No, cariño, cuando yo nací, había en casa una salamandra o estufa de carbón que había que encender y alimentar todo el día, así como la cocina llamada económica que igualmente se alimentaba de carbón.  La mamá nos calentaba los camisones poniendo en un plato un poco de alcohol, los camisones se hinchaban con calor que subía de la llama que no comprendo ahora cómo no se incendiaban, pues jamás se quemaban. Las chicas no llevábamos pantalones y, a pesar de los calcetines de sport, los días de frío las rodillas y hasta el “lipurdi” se nos quedaban helados. Jugábamos con los cromos, las tabas, al vale y sobre todo a saltar a la comba. Para lavar la ropa, la criada iba al río y nos llevaba a nosotras que lo pasábamos en grande. No teníamos bicicleta. Lo que tuvimos fue una pequeña máquina PATE BABI de cine y veíamos películas del gato Félix, de Max Linder, etc. En casa había una radio, pero yo la recuerdo como cosa de mayores, pues para la gente menuda, hasta que no fui muy mayor, no disfruté de una de galena que fabricó mi hermano con una caja de zapatos y unos auriculares que pinchándoles en la piedra te permitía oír radio SEU, que estaba a la vuelta de la esquina en la calle Diego de León en Madrid.
Yo vivía en Tafalla (Navarra), un pueblo que poco tiene que ver con el de ahora, a 30 Km de Pamplona, la capital, pocas eran las personas que viajaban a diario en el único autobús que salía a las 8 y en el que no podías volver hasta la tarde. Para comprar algún pequeño recado, existía una recadera a la que se le daba el encargo por unas pocas pesetas, se llamaba la Chipana.  No pasaban coches por la carretera, por la que se podía circular tranquilamente, pues hasta las cinco que llegaba la Tafallesa no había problema. En Tafalla, no había instituto ni complejo deportivo con piscinas, ni pasos de peatones, se paseaba por la carretera .Los bancos de la plaza eran de piedra y cuando en el invierno jugábamos a las tabas el “lipurdi” se nos quedaba pasmadico. Los suelos de la plaza y de los jardines eran de tierra y, aun así, aprendimos a bailar la jota.
Compara como vivís ahora, con casa con calefacción, teléfono y hasta un móvil para cada uno, bici para cada hermano, coche en la puerta, televisión panorámica, un ordenador en cada cuarto para que podáis estudiar con independencia, Instituto y piscina en el pueblo, el subir y bajar a Pamplona es como si vivieras en un barrio de la capital. Autobuses a todas horas. Pensando que la Vía Insurgentes de México tiene no sé cuántos kilómetros, esto es un paseo, cosa que hacía frecuentemente Coronas, un boticario que con su bastón en ristre se iba a la capital a pie.
Es una pena que una generación con bastante sapiencia encima, con tantas experiencias vividas, no las podáis heredar, pues aunque cada generación lleve los genes de sus padres, en realidad se nace de nuevo a cero. Para que la sociedad a la que el mundo ha llegado no siga cometiendo tantos errores, que nadie os tome el pelo, que consigáis unos gobiernos inteligentes y, sobre todo, lo que se dice de buenas personas.
Estudiad, leed todo lo que podáis y espero que no os coman el coco las muchas mafias de uno y otro signo que pululan por todo el mundo.
Espero que lleguéis a ser inteligentes, trabajadores, honrados y, sobre todo, libres de pensamiento, que es el mayor don que hemos recibido de la madre naturaleza. A pesar de todo, creo que el mundo que os dejamos es muchísimo mejor que el que recibimos, sobre todo NOSOTRAS.

lunes, 21 de abril de 2014

El baul de la abuela




El baúl de la abuela


En casa de la abuela Teresa había una alcoba, cosa que en las casas de principios del siglo XX debía de ser muy normal. La estancia era oscura y tenía una cama de hierro negro con varios colchones que casi llegaban al techo, varios baúles y alguna que otra silla más o menos vieja. De vez en cuando, recuerdo a mi abuela abrir uno de aquellos baúles que a mí me daban cierto respeto, pues con mis pocos años lo menos me parecía que allí se guardaban grandes secretos, no me podía imaginar las historias que allí se almacenaban.
Se acercaba el carnaval y de aquellos baúles empezaron a salir verdaderos tesoros Yo quería ser princesa y de allí salió mi vestido rosa con brillantes estrellas salpicando el organdí de la falda, para la cabeza un cucurucho de cuya punta pendía una preciosa cinta y una barita mágica para completar el vestuario. Yo alucinaba. Mi hermano quería ser Guillermo Tell y como por arte de magia la abuela sacó de aquel baúl sin fondo el traje completo: la preciosa capa, el gorro con su pluma y, cómo no, el arco para lanzar la flecha; solo faltaba la manzana, que como es lógico, según dijo la abuela, se había podrido con el tiempo  ¿Cuánto? Y allí empezó lo mejor.
     Mirad, este vestido de princesa lo hice para vuestra tía Concha cuando tenía más o menos tu edad. Estaba preciosa y como aquel año hacia mucho frío le hice una capa de piel de conejo que quizás encontremos por algún otro baúl.
     Abuela, ¿quién era esa tía Concha que dices? ¿No será la tía que está en silla de ruedas y que tiene el pelo blanco? Pues sí cariño.
Aquello me impactó de tal manera que no podía dormir pensando que un día aquella princesita que hoy era yo pudiera llegar a ser como aquella tía Concha que conocía arrugadita como una pasita y con cara de pocos amigos.
Del Guillermo Tell de mi hermano también nos fue contando cómo se lo hizo para el tío Eduardo, que estaba guapísimo, y que como era un trasto, la capa acabó con un siete en el trasero, que se veía zurcido, y toda sucia del chocolate que les había hecho para merendar aquel día.
Sacó un disfraz  precioso de chino, con fondo rojo y en negro dibujos chinos perfectos. Era pantalón ancho y una especie de kimono, un precioso cinturón y un sombrero a juego con el atuendo que lo debía de completar un sable espada o algo parecido que no logramos encontrar. Fue hecho para el anciano tío Jaime, aunque nos parecía imposible que cupiera allí con su barriga y sus 60 años encima y que con sus chistes siempre nos hacía reír a carcajadas.
La abuela siguió contándonos historias y con cada una disfrutaba recordando en realidad su vida entera. Los del fondo del baúl eran los más pequeños, había de payasotes, de conejito de pollitos, de enfermeros de cíngaras, etc.
Únicamente al sacar un precioso vestido de comunión se le nubló el semblante y sus ojos se llenaron de lágrimas que intentó disimular. Este, nos dijo, fue el traje de comunión de vuestra tía Carmen, que no habéis podido conocer  pues murió poco después de su primera comunión víctima de unas fiebres tifoideas. Ahora esa enfermedad se cura pues existen muchos fármacos, como la penicilina, estreptomicina y finalmente la cortisona.
 El disfraz de payasete era el que más éxito tenía tanto entre las chicas como entre los chicos. Todos los años, mientras fueran del tamaño del disfraz, el carnaval volvía a tener un payasote en la familia, igualmente ocurría con el conejito.
 Los que menos se usaron fueron los de pollitos que se prepararon para unos preciosos gemelos que tuvo mi hija Rosa. Con año y medio era gracioso verlos uno en cada extremo del coche.
Yo creo que por hoy ya os he contado bastantes historias, así que poneos los pijamas y los camisones, lavaos bien los dientes y a dormir.
                       










sábado, 19 de abril de 2014

nuevas esperiencias




No sé porque ,a poner escritos en mi bloc, le tengo un poco de respeto. La cosa es que no  Hago más que escribir cosicas y son muchas las veces que mis nietas me piden que se las envíe Pues bien he decidido ponerlas en mi bloc. Se admiten criticas

jueves, 3 de abril de 2014

Recuerdos



Mi madre, que nació en el año 1896, tenía la costumbre, al igual que su madre, mi abuela Teresa, de contarnos cuentos hasta que aprendíamos nosotras a leerlos por nosotras mismas. Además de los cuentos clásicos de la época, nos contaban también cosas y sucedidos en sus vidas. Eran muchas las veces que repetían la misma historia, cosa muy común en los ancianos, ya que una vida y unos hechos han acontecido solamente una vez, pues aunque el hecho se vuelva a vivir, nunca será igual, pues cambia la edad, o sea, las circunstancias en que se vuelve a vivir. Intentaré recordar las vivencias contadas por la abuela Teresa
Recuerdo que nos contaba que se quedó huérfana muy pronto; era hija única y nació en Salamanca, se crió con un tío que estaba casado y, por lo tanto, se educó con una madrastra. El tío era notario, así que vivió en un ambiente de clase media alta –esta frase les hará mucha gracia a mis nietos que viven ya en el siglo XXI–, pero en aquella época este era el término lingüístico que definía la cosa. La educaron como una señorita de aquella época, que no salía sola a la calle pues la “carabina” era indispensable. En un baile conoció al que luego sería su marido, era militar y había hecho la carrera en la Academia Militar de Toledo. Se casaron y vivieron con el sueldo del abuelo, que no era demasiado, pues pronto llegaron los hijos, que no fueron pocos, pero gracias a que la abuela tenía algún dinerillo pudieron mantener el estatus social, como se dice ahora. Mi abuelo se llamaba Dionisio García.
Por supuesto, en aquella casa no faltaba nunca la muchacha de servicio y la niñera para los más pequeños, amén del asistente, pues el abuelo era capitán y el asistente era un soldado que hacía la mili de aquella original manera, vista con la mentalidad de estos tiempo. El asistente acompañaba a la criada a la compra, pues la señora, que era mi abuela, no pisó en su vida un mercado. Las “señoras bien” no hacían esos menesteres, se pensaba en aquella época, y eso que murió a los 99 años. Eso sí, tuvo dos hijas que quedaron solteras y que la cuidaron, en otros tiempos bien distintos.
Como los suelos de la casa eran de madera encerada, era el asistente el que sacaba el brillo a los suelos y se lo pasaba en grande con las criadas, y llevando y trayendo a las señoritas al colegio. Había, por supuesto, soldados que se peleaban por el puesto cuando el asistente terminaba su mili, ya que nunca faltaba quien prefiriera esto al cuartel.
Al abuelo le tocó ir a África cuando el desastre de Annual; recuerdo de aquello era  una bandeja con un juego de café de tipo moruno que había en casa. También tengo oído algo de Cuba, pero no hay ninguna cosa que garantice la presencia del abuelo allá.
Como a los militares los cambiaban muy frecuentemente de destino, mi abuela tenía hijos de muchos lugares de España y al final los muebles acababan destrozados. Creo recordar que eran siete los hijos que tuvieron, pero fueron varios los que murieron de viruela siendo bebés, cosa que entonces debía de ser frecuente. Tía Selo, a pesar de haberla contraído, se salvó de la muerte pero quedó con la cara totalmente picada de viruela. En una revisión médica de mi madre, Elisa, hija de la abuela Teresa, el doctor le miró un brazo, luego el otro, buscando la marca de la vacuna de la viruela, que es una marca que llevamos todas las de generaciones anteriores.  Actualmente, sobre todo a las niñas, les ponen la vacuna que a nosotras nos ponían en el muslo en la planta del pie, ya que en estos tiempos modernísimos es moda enseñar el muslo y una cicatriz redonda no es muy bonita. ¿Pero bueno, es que sus padres no la vacunaron de la viruela?, le preguntó el médico tratándola poco menos que de salvaje y de borrica. Cuando le contó que sus padres habían enterrado a varios bebés como consecuencia de la vacuna, parece ser que lo comprendió.
La abuela Teresa a sus 81 años vino a Tafalla a pasar un verano, pues ella vivía en Madrid con sus hijas Selo y Concha, solteras las dos. Aquí le pilló la maldita guerra del 36 y le vino bien a mi madre para acompañarla, y de paso a nosotros, los nietos, en las amargas horas que nos tocó pasar en  el año 1936.
Iba todos los días a misa a la iglesia de Escolapios, que estaba muy cerca de casa, y la teníamos que acompañar, cosa que hacíamos mi hermana Pili y yo. Y no lo hacíamos de muy buena gana, puesto que hay que tener en cuenta que teníamos 10 y 8 años respectivamente.
Ella, a pesar de lo que le hicieron a su hija –cortarle el pelo al cero, en represalia porque mi padre era republicano y hombre de bien–, logró salvarse de las garras de los matones que se cargaron a sus amigos y compañeros de cárcel, por republicanos, socialistas o simplemente por no pensar como los que mandaban a las órdenes del “revolucionario” Francisco Franco.
Mi abuela siguió yendo a misa, diciéndole a mi madre que Dios no tenía nada que ver con aquello. Pero mi madre después de ver el comportamiento de la Iglesia que se unió incondicionalmente al sublevado, y lo paseaban bajo palio, dejó de ir a la iglesia.
Por un poco la abuela Teresa no llegó a los 100 años, pues murió a los 99 y su hija Elisa, o sea mi madre, a pesar de no estar vacunada y de los sufrimientos de la guerra, murió con 97, y hasta el final de sus días como una rosa.