lunes, 21 de abril de 2014

El baul de la abuela




El baúl de la abuela


En casa de la abuela Teresa había una alcoba, cosa que en las casas de principios del siglo XX debía de ser muy normal. La estancia era oscura y tenía una cama de hierro negro con varios colchones que casi llegaban al techo, varios baúles y alguna que otra silla más o menos vieja. De vez en cuando, recuerdo a mi abuela abrir uno de aquellos baúles que a mí me daban cierto respeto, pues con mis pocos años lo menos me parecía que allí se guardaban grandes secretos, no me podía imaginar las historias que allí se almacenaban.
Se acercaba el carnaval y de aquellos baúles empezaron a salir verdaderos tesoros Yo quería ser princesa y de allí salió mi vestido rosa con brillantes estrellas salpicando el organdí de la falda, para la cabeza un cucurucho de cuya punta pendía una preciosa cinta y una barita mágica para completar el vestuario. Yo alucinaba. Mi hermano quería ser Guillermo Tell y como por arte de magia la abuela sacó de aquel baúl sin fondo el traje completo: la preciosa capa, el gorro con su pluma y, cómo no, el arco para lanzar la flecha; solo faltaba la manzana, que como es lógico, según dijo la abuela, se había podrido con el tiempo  ¿Cuánto? Y allí empezó lo mejor.
     Mirad, este vestido de princesa lo hice para vuestra tía Concha cuando tenía más o menos tu edad. Estaba preciosa y como aquel año hacia mucho frío le hice una capa de piel de conejo que quizás encontremos por algún otro baúl.
     Abuela, ¿quién era esa tía Concha que dices? ¿No será la tía que está en silla de ruedas y que tiene el pelo blanco? Pues sí cariño.
Aquello me impactó de tal manera que no podía dormir pensando que un día aquella princesita que hoy era yo pudiera llegar a ser como aquella tía Concha que conocía arrugadita como una pasita y con cara de pocos amigos.
Del Guillermo Tell de mi hermano también nos fue contando cómo se lo hizo para el tío Eduardo, que estaba guapísimo, y que como era un trasto, la capa acabó con un siete en el trasero, que se veía zurcido, y toda sucia del chocolate que les había hecho para merendar aquel día.
Sacó un disfraz  precioso de chino, con fondo rojo y en negro dibujos chinos perfectos. Era pantalón ancho y una especie de kimono, un precioso cinturón y un sombrero a juego con el atuendo que lo debía de completar un sable espada o algo parecido que no logramos encontrar. Fue hecho para el anciano tío Jaime, aunque nos parecía imposible que cupiera allí con su barriga y sus 60 años encima y que con sus chistes siempre nos hacía reír a carcajadas.
La abuela siguió contándonos historias y con cada una disfrutaba recordando en realidad su vida entera. Los del fondo del baúl eran los más pequeños, había de payasotes, de conejito de pollitos, de enfermeros de cíngaras, etc.
Únicamente al sacar un precioso vestido de comunión se le nubló el semblante y sus ojos se llenaron de lágrimas que intentó disimular. Este, nos dijo, fue el traje de comunión de vuestra tía Carmen, que no habéis podido conocer  pues murió poco después de su primera comunión víctima de unas fiebres tifoideas. Ahora esa enfermedad se cura pues existen muchos fármacos, como la penicilina, estreptomicina y finalmente la cortisona.
 El disfraz de payasete era el que más éxito tenía tanto entre las chicas como entre los chicos. Todos los años, mientras fueran del tamaño del disfraz, el carnaval volvía a tener un payasote en la familia, igualmente ocurría con el conejito.
 Los que menos se usaron fueron los de pollitos que se prepararon para unos preciosos gemelos que tuvo mi hija Rosa. Con año y medio era gracioso verlos uno en cada extremo del coche.
Yo creo que por hoy ya os he contado bastantes historias, así que poneos los pijamas y los camisones, lavaos bien los dientes y a dormir.
                       










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